¿Cuántas veces nos hemos visto atrapados en el tráfico, dedicando horas de nuestros días —y de nuestras vidas— a movernos por la ciudad? Ya sea para ir al trabajo, a la escuela, hacer compras o simplemente por recreación, nuestras ciudades nos mantienen en constante desplazamiento. A pie, en bicicleta, transporte público o automóvil, todos formamos parte de un sistema dinámico que llamamos movilidad. El gran desafío de las ciudades medianas y grandes no solo es hacer estos traslados eficientes, sino también garantizar que sean seguros, sostenibles y equitativos.
Este desafío se agudiza cuando hablamos de ciudades que han crecido de forma descontrolada, privilegiando un modelo de expansión horizontal de baja densidad, donde los servicios, los empleos y el comercio se ubican cada vez más lejos de las zonas habitacionales. Como respuesta, la dependencia del automóvil privado ha crecido, lo que ha derivado en mayores niveles de congestión vial. Con el tiempo, esta dinámica ha generado profundos impactos ambientales, de salud y sociales.
Durante décadas, las estrategias urbanas frente al tráfico se centraron en ampliar la infraestructura vehicular: autopistas, distribuidores, pasos a desnivel… medidas que, lejos de resolver el problema, contribuyeron a un círculo vicioso de expansión urbana, fomentando el fenómeno conocido como “tráfico inducido”.
Además, el incremento de superficies pavimentadas —necesarias para la infraestructura vial— contribuye al efecto de isla de calor, reduce la capacidad de filtración del agua al subsuelo y aumenta la contaminación de acuíferos por escurrimientos contaminantes. Es decir, la congestión no solo afecta el aire, sino también el agua y el suelo.
Desde la perspectiva de la salud, los impactos también son alarmantes: enfermedades respiratorias provocadas por la combustión, afectaciones auditivas y nerviosas por el ruido, estrés, fatiga y trastornos del sueño. El uso intensivo del automóvil también disminuye los niveles de actividad física, lo que incrementa problemas de sobrepeso y enfermedades crónicas. A esto se suma la alta incidencia de accidentes viales, agravada por la presencia de vialidades rápidas y sin control que ponen en riesgo constante a peatones y ciclistas.
A esto se suma otro efecto importante: la fragmentación social. El automóvil transforma las calles en espacios hostiles, inseguros, ruidosos y poco habitables. Cuando se privilegia el espacio vial para vehículos por encima de las personas, se limita el acceso equitativo a la ciudad, excluyendo a quienes no pueden comprar y mantener un coche.

Frente a este panorama, muchas ciudades del mundo están revirtiendo el paradigma. La apuesta es clara: pasar de ciudades distantes, dispersas y desconectadas a modelos más compactos, accesibles y bien conectados, donde la proximidad y la equidad sean ejes de la planeación urbana.
Un ejemplo de este nuevo enfoque es el modelo de “Desarrollo Orientado al Transporte” (DOT), que plantea construir ciudades a partir del transporte público, generando barrios compactos, de uso mixto, con infraestructura caminable, ciclovías seguras y espacio público de calidad. La idea central es simple: acercar la ciudad a las personas.
Copenhague es referente global en movilidad ciclista. Allí, el 35% de los traslados urbanos se hacen en bicicleta. Esto es posible gracias a una planificación urbana integrada con el sistema de transporte masivo, un diseño urbano denso y mixto, y políticas que desincentivan el uso del automóvil mediante cobros de estacionamiento, reducción de espacios para autos y regulación del uso de suelo. Hoy, el 57% de su población vive a menos de un kilómetro de una estación de transporte, y el 42% de los viajes se hacen a pie o en bici.
Curitiba, en Brasil, también ha marcado pauta. Desde 1966, su «Plano Director» estableció cinco corredores estructurales de crecimiento urbano, integrando transporte, vivienda y empleo en zonas de uso mixto con fuerte componente social. Como resultado, el 90% del área urbana está cubierta por transporte público y casi un tercio de las viviendas se localizan en los ejes estructurales, lo que ha permitido reducir el uso del automóvil a solo el 22% de los viajes, a pesar de tener una de las tasas de motorización más altas de Brasil.
Estos ejemplos muestran que transformar la movilidad no depende solo del diseño vial, sino de un replanteamiento profundo de cómo organizamos la ciudad. El reto es articular la infraestructura con el ordenamiento territorial, la localización de servicios, la oferta de vivienda asequible y la recuperación del espacio público como punto de encuentro y no solo de tránsito.

Una ciudad caminable no solo mejora la movilidad, también contribuye a la salud de sus habitantes, a la equidad social y a la sostenibilidad ambiental. Disminuir la cantidad de automóviles reduce emisiones contaminantes, ruido y estrés urbano. Y si esta transformación se acompaña de estrategias de biodiversidad urbana —como corredores verdes, arbolado, o jardines de lluvia—, los beneficios se multiplican.
En resumen, nuestras ciudades ya están cambiando. Poco a poco, emergen nuevas prácticas urbanas más sostenibles, inclusivas y resilientes. Pero para que este cambio sea verdaderamente significativo, también necesitamos de un cambio cultural: usar menos el automóvil en distancias cortas, exigir infraestructura peatonal y ciclista digna, apostar por el transporte público de calidad y apropiarnos activamente del espacio público.
La ciudad que queremos no es solo una meta técnica. Es una construcción colectiva que empieza con cada uno de nuestros pasos.